La máquina
La máquina
[Relato - Texto completo.]
An G San
Marcos no encontraba inspiración para su novela. Hastiado de pasar horas frente al ordenador con la mente en blanco, decidió salir a despejarse. Su paseo sin rumbo fijo lo llevó hasta una calle donde le llamó la atención el escaparate de un anticuario que tenía por nombre Ecos del Pasado.
Entre lámparas antiguas, oleos opacos y relojes detenidos, descubrió una Remington de 1927. Sus teclas bien conservadas y su acabado negro brillante reflejaban una belleza y durabilidad incuestionables que, a sus ojos, constituían una invitación a recuperar la chispa creativa.
Cautivado por la máquina, no pudo resistirse a entrar. Mientras esperaba que alguien saliera a atenderle, miró a su alrededor. Le parecía que todo allí le quería contar algo. "Las antigüedades siempre guardan en su alma alguna historia —pensó para sus adentros—, ¡Dios mío, qué maravilla!", y eso hizo que la máquina lo atrajera aún más.
Se acercó lentamente a ella y aproximó los dedos a las teclas, sin llegar a tocarlas, como intentando leer su historia con la mano.
—Bonita, ¿verdad? —dijo una voz a su espalda.
Marcos dio un respingo y se giró de inmediato. Un hombre que frisaría en los ochenta años lo miraba desde el mostrador. Tenía una expresión apagada de déjà vu y su tono de voz no transmitía urgencia por vender.
—Sí —respondió Marcos, levantando la tapa con cuidado—. Parece estar en perfecto estado.
El anciano soltó un leve suspiro.
—Así es, está impecable, la pobre.
Marcos arqueó una ceja.
—¿La pobre?
El anciano se encogió de hombros, con un gesto resignado.
—Sí, la pobre… —suspiró una vez más—. Si le soy sincero, no es fácil venderla.
—¿Por qué razón? —preguntó Marcos, intrigado.
El dueño dudó un momento antes de responder.
—Muchos la han comprado, pero terminan devolviéndola —dijo, bajando la voz—La historia que lleva consigo, ejem...
—¿Qué historia? —preguntó Marcos.
El vendedor cruzó los brazos, suspiró y, sin abandonar el tono de confidencia, lo miró con fastidio mal disimulado.
—No soy de los que ocultan nada, pero tampoco puedo contarle todo —dijo—. Créame, mejor no me pregunte. ¡Si le soy sincero, prefiero no venderla antes que hablar!
Marcos tembló de emoción con todo aquel misterio. Sus ganas de adquirir el deslumbrante cacharro crecían de nuevo y estaba a punto de decidirse.
-Hágame caso, amigo, no quiera saber… —prosiguió el anciano—. Con mi silencio le hago un favor, se lo aseguro. Pero si va llevársela, deberá prometerme una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que la devolverá si no puede escribir con ella.
Marcos soltó una breve risa, pero al ver la gravedad en el rostro del hombre, asintió con la cabeza.
El vendedor lo miró de nuevo en silencio para asegurarse de que hablaba en serio.
—De acuerdo. Lo prometo. —apostilló Marcos.
Aquel abandonó el mostrador y se acercó a la máquina para quitarle la etiqueta del precio, que pendía de un hilito. Finalmente, le dijo:
—Entonces es suya.
Esa misma noche, Marcos colocó la máquina en su escritorio. Había limpiado cuidadosamente las teclas y engrasado los engranajes. Introdujo una hoja de papel y se sentó frente a ella.
Nada más poner sus manos sobre las teclas, los dedos empezaron a dolerle como si llevara horas golpeándolas. Achacó esta extraña molestia a la puesta a punto de la máquina y a su peso, que tuvo que cargar a pulso hasta casa. En lugar de entristecerse, Marcos vibró de ilusión al recordar su visita al anticuario y se vino arriba.
Se sentía afortunado cerca de un objeto tan inspirador, pero pasaban las horas y el folio seguía en blanco. Estaba convencido, absolutamente convencido, de que era cuestión de acostumbrarse a ella. O, puestos a fantasear, quizás la máquina solo quería ponerle a prueba y recompensaría su paciencia si no se rendía.
Exhausto, se inclinó hacia atrás en la silla y, al tiempo que se desperezaba, un pequeño raspón en la máquina llamó su atención. Parecía provocado por un golpe. Pasó el dedo por el metal frío, y una imagen fugaz cruzó su mente: una caída, un impacto, un grito ahogado.
Olvidó aquella horrenda visión, que interpretó como prueba de que su imaginación estaba volviendo, y comenzó a escribir. Las teclas respondieron con un sonido metálico, seco, casi agresivo. Cuando al fin logró completar una línea, se detuvo para leerla:
“Déjame salir. No me devuelvas. Lucha por la verdad”.
Frunció el ceño. Él no había pensado esas frases. ¿Por qué diablos había escrito eso?
Los días siguientes fueron una guerra sin cuartel contra la máquina. —Ni modo. Esta loca… ¡Totalmente loca!—murmuraba para sí mismo al tiempo que tecleaba-. Si crees que voy a rendirme, de ninguna manera. De acuerdo, hagamos un trato, primero tu y luego yo. ¡Vomita, vomita todo lo que llevas dentro!
Entregado a cumplir el pacto que había hecho con la máquina, le prestaba sus dedos, pero se asustaba de lo que escribía. Aunque intentaba teclear mecánicamente, en su mente aparecían truculentas imágenes que no entendía: un charco de sangre, un cadáver...
Nunca era su turno. Siempre ella, aquellas frases, aquel grito de horror... y, vencido por el hartazgo del momento, Marcos había claudicado con su novela. No tuvo otra opción, ante el fuego invasor de dichas frases, que le parecían piezas de un puzzle que no lograba componer.
La máquina no había sido una buena idea, concluyó a los pocos días con más fastidio que pena, por lo que decidió cumplir su palabra y devolverla. Antes de hacerlo, sin embargo, quiso probar una última vez. Se sentó frente a ella, colocó una hoja nueva en el rodillo con decisión y sus dedos, esta vez sí, escribieron dirigidos por su mente: “Me lanzó. Ella cayó. Él huyó”.
Marcos leyó aquellas frases y quedó inmóvil. Las había creado él, de eso no cabía duda, pero le sorprendió y frustró no haber seguido trabajando en su novela; no podía entender cómo había desperdiciado la oportunidad de arrancar con su Remington de 1927, de una vez por todas. Aunque también se alegró, porque empezaba a conectar la rozadura en la máquina, las horribles imágenes en su mente, el inexcusable secretismo del vendedor. —De todas maneras… —pensaba sobre esto último— si el viejo se hubiera ido de la lengua igual hubiera sido peor, vete tú a saber.
—Despídete de la inspiración, Marquitos, solo eres un Sherlock Holmes de pacotilla… —suspiró— ¡Adiós, adiós...!. Unos quince libros has escrito ya... ¿ qué más quieres, estúpido?
—¡Bien! ¡Muy bien!. —se rebeló a continuación contra aquel designio que parecía inamovible—, volviendo a sorprenderse a sí mismo— y presa de un ataque de ansiedad como estaba, balbuceó para sí: —¡Que gane el mejor, entonces! ¡No renunciaré a mi inspiración! ¡Jamás! ¡Por nada del mundo!…
Su primera ofensiva fue arrinconar la máquina y volver al ordenador. Durante las siguientes semanas, sin embargo, a duras apenas escribió un pobre y gris capítulo de su novela.
La imaginación le bullía en otra parte. Marcos perdía la cabeza en cábalas y supersticiones de la mañana a la noche.
“Es evidente que esa máquina ha estado en el escenario de un crimen. Incluso podría ser el arma homicida y no haber prescrito todavía”, conjeturaba, aturdido. “¡Santo cielo! ¿Y si está embrujada y no puedo librarme de su influjo? ¡Eso sería aún peor!”, se repetía sin descanso.
Se obstinó en creer que aquel artefacto no solo habría acabado siendo un instrumento de muerte física, sino también de muerte creativa. Y que la maldición quizás no hubiera terminado. Temió entonces que, si la devolvía sin conjurarla, nunca recuperaría la inspiración. Por todo ello, Marcos convino que lo más sensato era seguir esperando antes de devolverla.
Una mañana, tras comer un par de galletas y añadir azúcar al café del desayuno, dejó la cucharilla junto al plato. Olvidó colocarla sobre este para no manchar el mantel. Se dio cuenta nada más beberlo, pero no la movió; solo la observó detenidamente, como si de ese detalle dependiera entenderlo todo.
Prestar tan desmedida atención a una simple cucharilla fuera de sitio le incomodó e hizo sentir ridículo, por lo que dejó de mirarla. Justo entonces, el reloj de cuco le recordó que era la hora de escribir, y Marcos quiso animarse con un pensamiento positivo.
—Bebida caliente y deliciosas pastas de acompañamiento, estoy listo para escribir inspirado y sin interrupciones, —se dijo—. ¡Vamos!
Al cruzar el comedor con paso rápido para ir al ordenador, se topó con el rincón donde había dejado la máquina. —¡Qué mala suerte! —masculló—. Y yo que pensaba echarme en brazos de la inspiración… ¿Qué crees, que no puedo aguantarte la mirada? ¡Qué tortura, esta pesadilla no acaba nunca! ¡Es insoportable!
En su interior se había desatado una verdadera tormenta que expresó descargando un torpe puñetazo en el aire. "Lucharía contra fantasmas si fuera necesario", se dijo metiendo las manos en los bolsillos de su vieja bata. Y decidió plantarse delante de la máquina para invocarlos y enfrentarlos.
No sin antes acercarse a la ventana y apartar la gruesa cortina. El comedor se inundó de luz y Marcos regresó a la primera línea de ataque, volviendo a esconder sus manos en el batín.
—¡Vosotros!… ¡Enemigos de la inspiración, atracadores de indefensos escritores!… ¡Venga, atreveos conmigo!… ¡Salid…!, susurró con timidez.
Marcos sintió una gran inquietud y se le ocurrió intentar aplacarla con una galleta más, que sacó de uno de los bolsillos del batín con mano trémula.
Después de engullirla, el silencio se adueñó del momento y Marcos dirigió a aquel trasto una mirada retadora. Cansado de esperar en vano y algo avergonzado de sí mismo, bajó la mirada al suelo con los ojos entre espantados y aún soñolientos.
El día era espléndido y la ventana refulgía. Marcos reparó en ello aun con la mirada clavada en el suelo y sintió una angustia existencial que lo llenó de impaciencia y desazón.
Volvió a mirar a la máquina y dejó caer los hombros, como si todo su interés se hubiera desvanecido:
—Bueno, ¿y qué?, —le increpó de puro hartazgo al metálico artilugio, en un tono algo más dialogante—. Y cuando echó un último vistazo a la máquina, por primera vez, le pareció que la rozadura en el metal no estaba cuando la compró.
—¡Por fin has confesado, maldita! —dijo Marcos, zampándose de un bocado la última galleta que le reservaba su bolsillo—. ¡Se ha delatado! ¡Con qué valentía la he acorralado! No le he dejado opción…
© Obra registrada.

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