Milo o El abrazo de la mar

Milo o El abrazo de la mar


[Relato - Texto completo.]

Keter Lousvart


      ¡Joder!¿Cómo demonios acabé aquí? ¡Me han arrastrado y tirado cual fardo! Mis manos y mis pies... fueron ellos, los muy cabrones. Hicieron lo que les dio la gana. Treparon sin consultarme, obstinados en seguir estos senderucos, empinados y traicioneros, que se retuercen como víboras sedientas de sangre. Pero ojo, que si intentas destreparlos atacan con fiereza; al menor amago te muerden con sus colmillos de piedra. Y no sueltan, ya estás perdido. Te tambalean, te rajan, te sentencian. 

¡Estoy ya hasta la coronilla! ¡Qué despropósito! Siempre a empujones a todos lados. Porque uno se hace a todo... pero perfectamente podría haberme dejado caer, en un descuido. Sin duda, hubiera sido lo más sensato. 

Un simple traspié y listo, este saco viejo habría rodado cuesta abajo, como costal vacío. Y con la crisma rota, los abusos se terminaban. Finito. Stop. Basta. Esa, esa es la solución... ¿Pero... y qué más da?, si todo sigue su curso de igual manera...

El viento es terrible aquí arriba, trayéndome aquí, una cosa está clara: mis manos y mis pies están buscándome la ruina. Ahhh, ahora lo entiendo, pretenden que me devoren las fauces de la tormenta monstruosa que se avecina. 

Esto parece el principio del fin del mundo. Mis rodillas flaquean, el cuerpo se rinde. Soy un maldito guiñapo, un títere a merced de este viento enfurecido. Me alza, me suelta, me zarandea, empujándome al borde mismo del colapso. Me siento como un gorrión atrapado en un vendaval salvaje, dando tumbos en el aire, sin saber, el pobre, como yo, si la tormenta lo despedazará o si esperará para darle el golpe fatal, solo para alargar su agonía. 

¡Pero qué digo, iluso! Ni siquiera soy un valiente gorrión enfrentando la tormenta en pleno vuelo; solo un polluelo caído del nido, aterido y sin madre, a la intemperie, esperando, necesitando un calor que no llega. Que no llegará jamás. Pero no es miedo. No. O eso quiero creer. Mi cuerpo, sin embargo, opina lo contrario. Tiembla de frío y de miedo. ¡Maldito corpacho de anciano, siempre en puro pánico, eres insoportable! 

¡Sí, tienes miedo, todo en ti es miedo! ¡Es cierto, el sol se hunde y hace un frío del carajo, el viento silba al atravesar los peñascos...! ¿Y qué? ¡Recomponte, cagao! ¡Aprieta los dientes y los puños, que un poco de viento no te va a tumbar! ¡Vaya un viejo lobo de mar estás hecho, ...si es que alguna vez lo fuiste. Que esa es otra...! 

¿¡Quién dijo miedo!? ¡No voy a permitirte seguir temblando, joder! ¡Para de una vez! No me escuchas... ¡Que pares, hostia! ¡Tu no me conoces! Bien, eso está mejor... ¡Eso es, recomponte, recomponte! ¿Pero qué hago, con quién coño hablo? ¿Cuánto hace que no me callo? Debe de ser el cansancio, sí, eso será... Pero ese detestable miedica sigue dentro de mí, las piernas se me aflojan, me zumban los oídos y el frío me trepa cortándome la espalda como una navaja. ¡Dios de los cielos encendidos, dame valor o rómpeme de una vez! ¡Métemelo a la fuerza, que me atraviese, que me queme, que me abrase si hace falta! ¡Pero dámelo, dámelo ya o moriré! 

¿Pero qué hago?¿Para qué diantres grito a voz en cuello? ¡Estoy desvariando, hablando con la nada, ladrándole al viento como un pobre diablo! Pero si aquí no hay nadie... solo ese cielo de plomo, agazapado, acechante, esperando el momento exacto para condenarme, para dictar que todo es culpa mía y echárseme como una losa encima.

¡Me cago en todo, cielo del demonio! ¡Como si no bastara con tragarme su furia, encima se siente injuriado! 

Sorprendente... El cielo carga un mal presagio, como si se cerrara sobre mí, pero me atrae con una fuerza que no puedo resistir. ¡O sí, sí puedo gobernarme, cómo no voy a poder! ¡Es bien sencillo!¡Me limitaré a bajar de aquí y volver a casa, esté donde esté eso! ¡Por aquí, por allí... por ninguna parte! Parece que no hay salida sin jugarme el tipo.

¡Imposible, no hay nada que hacer! Apenas si consigo abrir los ojos. Me arden los párpados. El viento me escupe arena en la cara. Y ahora... ahora qué, qué..., qué... no, por favor...

¡Diantres! ¡Cabronazo, ese ha sido un golpe bajo! ¿Por qué este puñetazo de olor a salitre en el estómago? Seco, áspero, como un tajo invisible que no sangra, pero retuerce sin piedad las entrañas. Como si algo se rompiera sin quebrarse del todo.

¿Y este dolor que no avisa? ¡Me duele, me duele tanto! Eso es lo peor. No es el golpe. No es la carne abierta. Lo peor... no saber de dónde viene. No entender. Siempre duele más...

El viento… este viento miserable… no me deja. Me sacude, me atraviesa sin esfuerzo, nada hay que se resista en mí. Soy eso: una casa en ruinas. Escombros amontonados en medio de un erial, sin puertas, sin paredes. Solo restos que el temporal arrastra, robándome lo poco que queda de mí. ¿Con qué derecho? 

¡Yo sé bien lo que quiere, el muy canalla! Quiere arrebatarme el alma, arrancarla de cuajo, llevársela en volandas, disolverla en el aire. Lejos. Para siempre. ¡Pero no, no, de ninguna manera... No se lo permitiré! Antes de que lo haga, me obligaré a recordar, aunque sepa que es inútil. O tal vez no. Quizás pueda. Quizás no... ¡No ma faltará determinación para intentarlo!

Ya tardo... Habré de darme prisa. Pero, ¿de qué sirve correr si una sombra negra me pisa los talones? ¡Maldita sea mi estampa! ¡Nunca lo lograré! 

Los recuerdos son traidores, como el viento: llegan sin aviso y se van igual, y acaban siendo devorados, despedazados en las tripas del vendaval. ¡Pero el viento, ah, desgraciado, este perro rabioso no se cansa de joder! Me ronda, me envuelve, y a veces siento que ni siquiera soy yo quien recuerda. Ni siquiera quien olvida. Es él. 

Quizás, después de todo, lo poco que queda de mí sea lo mismo que el viento, desquiciado y hambriento, decide tragarse... o escupir de vuelta. Y contra eso nada puedo.

¡Pero no, carajo, que no, que yo no me rindo! ¡Eso nunca! ¡Haré un esfuerzo más! ¡Eso siempre, desde luego! Si es necesario, voy a imaginar el recuerdo. No, no, imaginar no... mejor inventarlo. Así, de plano. Y, antes de que me lo robe el viento, lo clavaré en mis tripas, lo ataré al palo mayor de mi alma. Ellas jamás olvidan. 

¡Ah, qué bueno, parece que algo amaina! Ya puedo abrir los ojos. Allá, en el horizonte, la mar y el cielo están matándose, vociferan y blasfeman en el idioma de las peores tormentas, como la que no tardará en llegar hasta aquí. 

¡Pero el paisaje es bellísimo, tan diferente a todo! Debe ser la primera vez que vengo por aquí. No sé dónde estoy. Mi mente se pierde en un laberinto cuando quiere recordar, pero no desisto; mi olfato se ahoga en el salitre, lo trago, lo respiro, me raspa la garganta. Y, qué raro… también sabe dulce.

Me sabe a algo que sí conozco. Sí, sí, mmmmm... es dulce como aquel caramelo que de niño llevaba en el bolsillo. ¿O lo llevo ahora? Aprieto los labios y noto el azúcar pegado en los dientes, el regusto espeso, la lengua, que se siente  feliz. No puedo escupirlo. Se me deshace en la boca, pero no lo mastico. Solo está ahí. Dulce y doloroso, a la vez, como el viento, como la mar... como todo lo que queda cuando lo demás se ha ido o se irá. 

Porque siempre hay algo que está por irse sin despedirse, que se escapa delante de tus ojos cuando menos lo esperas, aunque quede en el recuerdo. O eso dicen... 

¡Maldita sea! Lo que daría por desenterrar un solo recuerdo intacto, uno solo... No importa. Lo inventaré, y asunto resuelto. Sí, ahora sí... Todo esto me es familiar, un sueño que se ha tenido tantas veces que acaba pareciendo cierto. Y aunque mi cabeza no lo entiende del todo, hay algo más fuerte que me guía, que me sostiene: esa presencia tibia y eterna que me llena y revive, como si fuera el primer respiro furioso después de salir del agua. 

Es algo inevitable que me ata a la vida, que me da el valor para seguir en pie. Es ese amor infinito, que siempre estuvo allí para sostenerme sin tocarme siquiera, incluso cuando creí estar absolutamente solo. Por él estoy, por él respiro, por él me siento vivo. Sin dudas, sin olvidos. Yo sé lo que me digo. 

Una razón para vivir, una caricia en el alma... ¡No me quejo de todo! ¡Por suerte, en la vida siempre encuentra uno algo de amor! Y la vida se ve de otro color... Porque... ¿Y si el viento no fuera solo viento? ¿Y si fuera su simple mensajero... o su presencia misma? Es quizás un lamento, un susurro de algo que no quiero oír, pero que insiste. Que no para, que me taladra con sus preguntas. ¿Me dice acaso que lo estoy perdiendo, igual que me pierdo a mí? ¿Que se desvanece en el aire, que se esfuma para siempre, son mis recuerdos una mentira, humo que no puedo atrapar; que ya no sé si soñé, inventé o acaso viví? Me doy pena. Tanta pena... Me doy asco. ¿Acaso se puede ser más desdichado que yo?

Si algo de todo eso es cierto, si el amor que me infunde serenidad y fuerza se está yendo, seré yo quien lo siga entonces, como un río que vuelve a la mar; y en su seno él me acogerá. Porque si su ausencia es el vacío, su abrazo será el fin de toda falta. Y allí, por fin, estaré completo. O quizá no. Quizá solo haya más viento, más vacío. Pero… ¿y si no? ¿Y si en algún rincón de esa nada, todavía queda algo de él… o de lo que fui?

Justo es que sea yo quien lo busque con las fuerzas que aún me quedan. Hizo todo por mí, me dio mi lugar, me engendró y me infundió valentía. Fue, y sigue siendo, un amor incondicional. Me comprende sin exigir, me alienta sin palabras. Es eterno. Es presencia. En algún momento perdí mi brújula, y ese amor infinito se extravió conmigo. Sufre en silencio, lo sé. Pero sigue ahí, inquebrantable, como el viento.

Tal vez sea su brazo alado, que con su brisa me acaricia y con su vendaval me sacude, como si intentara despertarme. Ese viento que, cómplice del amor infinito en todas las cosas, me devuelve sin cesar los recuerdos que pierdo una y otra vez. 

Ahora lo entiendo todo... Creía últimamente que estaba acabado, sin rumbo y sin memoria. Al principio no, pero después de restregarme los ojos y arrugar la nariz una y otra vez, buscando la causa de mi locura, me topé con partes de un rostro de una palidez pavorosa. Vi el horror en un rostro deslavazado, pálido, espectral, asomando en un espejo cubierto de bruma. Aquellos eran mis ojos, perdidos en la nada... 

Por eso ellos, mis pies y mis manos tomaron las riendas. Me trajeron hasta aquí. No pidieron permiso. Sabían más que yo y tomaron el mando. Llevan encargándose de mí casi tanto tiempo como alcanza mi memoria. Ellos mandan y yo obedezco. 

Dejaron de hacerme caso, como si nunca hubieran sido míos. Igual que mis brazos. Porque el cuerpo, por más que lo creamos, sigue su propio ritmo y compás, como el mar que siempre nos arrastra, aunque queramos aferrarnos a la orilla.

No me gobierno ya. Ando con el cuerpo en rebelión. Las manos y, sobre todo, los pies, esos traicioneros que olvidaron ya mis andares. Me meten en los peores fregados, me arrastran y me llevan a su antojo, como si nunca hubieran sido míos. Y los brazos... unos cabrones que también van por libre, haciendo de las suyas sin preguntar. 

Todos estos engañan, te joden sin aviso. Estás tan tranquilo y, de pronto, te comprometen hasta el alma. A veces abrazan, otras cuelgan inertes, como si estuvieran muertos. Y, de repente, les da por sonreír, por alimentar un amor ciego al que acabo permitiéndoselo todo. El amor penitente de la familia, de los amigos... ¡qué diablos, no aguanto más sus miradas!

¡Si al menos pudiera gobernarme como antes! Es como si mi cuerpo fuera un campo de guerra atestado de soldados abriendo fuego a discreción. Sin embargo, ahora entiendo que todo tenía un sentido. Que el silencio y la calma también laten en medio de la guerra, igual que en el corazón de la tormenta. A menudo siento el deseo de rendirme a ese caos y dejar que las cosas que tienen que suceder, sucedan.

La mar indomable despliega su fuerza ante mí, quiere decirme algo. Solo ella me habla con las palabras que yo entiendo; solo ella sabe mirarme sin juzgar. Me limpia, me purifica entero de las miradas de amor compasivo. 

A veces, mi mujer, mis hijos, mis amigos... me recuerdan vagamente a la mar, que me huele a ellos, resuena en sus gestos; pero ella es más paciente, infinitamente más comprensiva. No me hace preguntas que no sé contestar ni insiste en que las responda. No espera nada de mí tampoco. Solo está, infinita e inmutable, como si supiera que eso basta; que eso es todo, y que para mí también lo es...

No se necesitan palabras con la mar, porque sobran las razones. Es simple, sabia; nos entendemos. Por eso mis manos y mis pies me trajeron aquí, porque aquí la siento latir. Sea este lugar lo que sea, ya no quiero recordar.  

Ella es todo lo que somos, sin adornos ni pretensiones. Es el espacio donde el alma descansa y en su silencio, sea calma o tempestad, no hay juicio.

Ahora lo sé. No estoy solo, como creía. No se me rebelaron las manos, los brazos ni las piernas. Ni mi yo entero y todo lo demás está contra mí. Solo hay que saber entender. Me siento bendecido: aún cuento con ese amor infinito que no me traiciona. Lo siento aquí, en el corazón, y también en el suave interior de este bolsillo en el pecho de mi abrigo, que protege sus latidos. 

Siempre que el viento sopla demasiado fuerte o el frío me cala los huesos, obligo a mi mano a acercarse suavemente, desnudamente, y siento ese pequeño calorcito que me mantiene vivo. No sé por qué, pero ese gesto sencillo consigue darme calma. Si mi alma hablara con el corazón, diría que él es el mayor de los amores: el que no exige. Solo está ahí, palpitando, respirando bajito, recordándome que existo.

Allá lejos se adivina una sombra. Parece un barco fantasma que sigue navegando tras el naufragio o levantando las olas desde allí abajo. Es hijo de mi locura, pero al menos es algo mío. Todo tiene un propósito, aunque no lo entendamos. Quizá la locura, esa amiga temida, sea la que más nos enseña, aunque duela. 

De nuevo, siento el calor del amor... Mis brazos quieren volar. Temo que me traicionen, que dejen de agitarse como las dos alas que son ahora. No me hago responsable de sus actos cuando se sacuden, impulsados por una corriente eléctrica que les llega desde algún lugar, un lugar que creo está entre mis dos hombros. 

Al final, los brazos también son libres, ¿no? Más que yo mismo, sí, eso por descontado. Pero he de confiar, dejarlos volar, aprender a confiar en ellos. Con suerte, se apiadarán de mí y me enseñarán a volar algún día.

Desde luego, el paisaje es abrumador. Invita a volar. La mar me habla, me llama como una madre y yo le hablo sintiéndome hijo, un hijo agradecido a su madre. Una madre que no conozco, pero que sigue acunándome, aunque su nana ya casi no la oigo. 

En medio de la tormenta, escucho la nana combativa del vaivén de las olas. Porque a ella, a la mar, sí la oigo y la veo, pero, sobre todo, la miro y la escucho. Ella me lo enseña todo sin palabras. Quizá sea ahí, en ese silencio lleno de tormentas, de los ruidos de la muerte y de la vida, donde habita todo lo que soy y lo que temo, lo que busco y lo que perdí. 

En su cielo, en las rocas y los acantilados, en la profundidad de sus aguas y en sus playas está el conocimiento más profundo, el espejo de mi existencia. La respuesta que busco: el amor que no necesita explicación, pero que sostiene la vida incluso cuando parece haberse ido.

El viento arrecia de nuevo, pero ya no me incomoda. Al contrario, me envuelve y me embarga el calor de un amor antiguo y desconocido; de un amor que yo no inventé, que me sobrepasa y me trasciende. Es lo único que ahora sé con absoluta certeza. No me importaría desaparecer ahora mismo, y tampoco podría explicar la razón. ¿Y a quién iba a importarle, además? Aquí nadie me escucha, solo yo. Pero tampoco en ningún otro sitio podría hablar si no es conmigo mismo. Y ni yo me entiendo muchas veces, para qué engañarme.

Sin embargo, atisbo que hay algo que se revela como lo único cierto en la vastedad del ser, como diría algún cura ebrio de palabros. Un algo que es esa soledad que no se define por la ausencia de otros, sino por la presencia de uno mismo. No es el silencio la falta de ruido, sino la serenidad que se siente, ya sea en medio de la tormenta o la calma. 

Yo busco la serenidad que me regala estar conmigo mismo en la forma más pura, formando parte del océano de lo eterno, sin la falsa pretensión de que debo ser comprendido. La vida no requiere que seamos entendidos por otros, sino que nos entendamos a nosotros mismos y encontremos nuestro silencio. La mar lo sabe, porque siempre ha estado allí, en la misma quietud de sus aguas y la furia de sus olas. La mar no pregunta ni exige respuestas. Eterna, infinita en su finitud, la mar solo es.

Veo un barco zarandeándose a lo lejos y, aquí abajo, un pobre faro ciego resiste el embate del oleaje al filo del acantilado... ¡Pardiez, que visión macabra bajo el latigazo propinado por el último relámpago!. Pero el barco, ese barco... Parece un espectro errante, condenado a navegar tras su propio naufragio, alzando las olas que desataron la tormenta. Sí, lo veo y lo recuerdo. Alguna vez caminé por su cubierta, alguna vez dirigí su timón. Quizá lo hice, quizá lo haré, si Dios me lo concede... Ojalá sí..., ojalá no. Es hijo de mi locura, eso lo sé... creo. Pero, al menos, es algo mío. ¿No?

Ese barco fantasma es mi invención. O quizás no. Pero qué más da. A veces, el alma se extravía y acaba entregándose a la locura. Ese barco fantasma es mi propio reflejo. Porque no hay naufragio más grande que el de los sueños y, sin embargo, mi alma, perdida en su delirio, se siente afortunada porque puede soñar.

Un parpadeo, y otro relámpago parte el cielo. Un golpe en el pecho, y ese trueno que me sacude por dentro. Y ahí está. La mar. De pronto, sin aviso. Mis pensamientos se quiebran, se desvanecen. Solo queda ella. 

La miro, atónito. Es tan hermosa que uno podría olvidar hasta su propio nombre..., y tantas otras cosas más, como yo las olvido a diario. Su amor infinito me envuelve, me alcanza, me consuela. Mejor no saber más. No tentar al destino. No romper la magia. 

El trueno aún retumba en mi pecho. No dar la espalda a la mar. Dejar que nos inunde, que nos lleve. Solo así, quizá, podamos acariciar y calmar al ratoncito que todos llevamos adentro. Sentir su leve temblor, la suavidad tibia de su barriguita, cómo se atusa los bigotitos, indiferente a la tormenta. Como si este caos diabólico no importara. Como si todo estuviera bien. 

En todo caso, todo está bien así, si puedo proteger esa parte de mí. Pero... ¿qué es esto? Me asombra esta curiosa cruz sobre un montón de piedras, su buzón abierto para enviar cartas al dios de cada uno. Algo en mí la reconoce. ¿Estaré soñando otra vez...? Pero juraría que me es familiar esta inquietud indómita, este baile arrebatado del viento con el peñasco y la mar. 

¡Los muy bribones! Pero no. Temo recordar. Me niego a hacerlo. ¡Vade retro, Satanás! ¡Sigue conmigo, olvido!. 

El olvido y la mar. La mar y el olvido. No puedo creer lo bien que me siento, colmado de mar, de naturaleza desatada y de olvido. Embriagado por esta tormenta furiosa que me abraza. 

Tan colmado de olvido, tan desbordado por esta mar tempestuosa. Tan a la deriva, que ya no sé dónde termino yo y dónde empieza ella. Las olas lamen la playa, una tras otra, nacen y mueren en un eterno retorno. Van y vienen, empujadas por el todo, sin que nadie las retenga. Y de esa efímera existencia brota una belleza que nunca se desvanece. 

Quizás esa sea la lección: vivir viniendo y yéndonos, existir sin la necesidad de permanecer ni de recordarlo todo. ¿Por qué? ¿Para qué...? 

La mar hoy está enfebrecida, ahí la tienes, completamente enloquecida. Pero no se apura por llegar a ninguna parte. Y al mirarla, en medio de su delirio, bajo este cielo que amenaza con desplomarse, mi mente se aquieta. 

¿Y esta increíble lindeza...? ¡Joder, qué maravilla! Una rara nostalgia me recorre como un escalofrío al toparme con este conmovedor belén aquí bajo la cruz. Tan hermosamente salvaguardado en su base y, al contrario que yo ahora, protegido, al socaire del viento, bien resguardado de esta lluvia que empieza a azotar con fuerza.

Algo en mí despierta. Un recuerdo difuso revolotea en el cielo de mi sesera, apenas una sombra entre la bruma. Como si alguna vez hubiese conocido a alguien que me dijo que la mar lo sabía todo; que no hacía falta entenderla para aprender de ella. 

La nostalgia vuelve, me recorre un escalofrío al toparme con este pequeño belén, mientras yo sigo aquí, empapándome, mendigando misericordia al frío y la lluvia.

Mientras, la tarde lentamente se desangra; el viento sigue rugiendo, encrespa las olas grises. Sobre mi cabeza, gaviotas vomitan espeluznantes graznidos y aletean frenéticas. Vuelan desordenadas. Deben de estar asustadas, desorientadas. Revolotean en un caos que ellas mismas alimentan y que no deja de asustarlas. 

Son pocas, sin duda, las últimas en refugiarse a toda prisa en sus nidos, ocultos entre los peñascos. O eso creo. O lo imagino... ¡A la mierda, qué más da si me lo invento! 

Algo más ocurre, parece la pleamar que asoma. Y qué curioso, la cruz ahora se me antoja como un mástil con su cruceta. El viento llega gélido y se crece. 

Miro el mar allá abajo, los picachos tragándose las olas, la fuerte vagamar que amenaza con llevarme a mí también. Y, ¡caramba!, dejo que mis ojos se pierdan en el horizonte y por un instante, me parece estar en la misma cubierta de un bonito barco. 

Pero no, claro que no, solo es un sueño. El sueño y la vigilia se confunden. El presente y el pasado se mezclan y entrelazan, como las olas que nunca descansan. Las fronteras de lo real se diluyen, y de alguna manera, todo parece posible cuando el alma se entrega a lo inexplicable. 

Este es el momento en el que uno deja de intentar entender y simplemente se rinde al ser. Y en ese ser es cuando la comprensión llega, no como una respuesta, sino como un gran abrazo. 
Quién sabe, en realidad... ¡Qué demonios, quizá me estoy volviendo loco! O todo sea que la mar ya ha terminado de enseñarme lo que tenía que aprender.

Si esto es un sueño no quiero despertar. Me van envolviendo los amorosos brazos de la mar. Eso es lo único que tiene sentido ahora; lo único real; lo importante... 

¡Joder, qué locura tan hermosa! ¿No lo sientes también, alma mía, triste y callada? ¿Acaso no palpitas como jamás lo hiciste, no te sientes viva, más viva que nunca ahora? ¿No es justo en este instante cuando empiezas a latir de verdad?

Acerco la mano al bolsillo, casi sin darme cuenta. La lluvia no tiene piedad de mí, pero mi abrigo aún me protege. Compruebo el interior de su bolsillo: sigue cálido y seco. Todo está bien allí adentro. El tacto suave y mullido de su interior me reconforta, y me siento con algo más de fuerzas. 

Hago una pregunta a la mar, y ella me responde sin palabras, sin explicaciones, sin preguntas fuera de lugar. Otra, y otra más, y mi corazón se siente amado. 

¡Empiezo a calarme hasta los huesos, pero el amor lo aguanta todo sin queja! ¡Qué puta locura es sentir así, sin entender nada, sin necesitar entenderlo!

Mis manos también quieren hablarle, dicen que se entienden con ella, y yo las dejo hacer. Tiemblan de emoción, las miro y me sorprende lo arrugadas que están: son ásperas y los callos parecen viejos tatuajes. 

El tiempo ha pasado para mí, pero no por ellas. Siempre vivarachas, siempre inquietas. En cambio, mis pies no. No las pueden alcanzar. Ellos quieren quedarse aquí, clavados. Mis manos quieren seguir, avanzar, convencer a estos tercos pinreles de que aún no han llegado a su destino. Que ni hablar de echar raíces aquí y ahora. 

Yo soy de la misma opinión. ¡No pienso quedarme plantado como un jodido árbol! Esperaba esto... Mis manos, como siempre, olvidan las maneras y actúan sin pedir permiso. Últimamente, solo ellas saben lo que mi alma aún no es capaz de comprender. A veces, la mente cede ante las emociones del corazón, y entonces son ellas las que guían, las que actúan y convencen a los pies de cualquier cosa. 

Incapaces de quedarse quietas, me empujan hacia adelante, mientras estos dos palos se aferran al suelo como anclas oxidadas, tercas, que se niegan a soltarme. Y aunque insisten en quedarse aquí, mis manos me impulsan, me llaman al movimiento, me exigen seguir buscando, porque en la quietud no hay respuestas, solo preguntas que se pudren en el silencio. 

Y yo siempre fui de ir con la proa a la mar ¡Aquí no me quedo, ni muerto!

¡Ya basta!… ¡A mí dejadme en paz!, les digo. Y mis pies entienden que no hay nada que hacer y dejan de protestar. Saben que esta vez las manos mandan y, aunque al principio resisten, poco a poco claudican, como soldados que entregan las armas. 

Huele a salitre mezclado con la pestaza que deja la maresía... ¿Se dice así? ¡Extraño palabro que la lengua me trajo! Sea como sea, apesta a ese insufrible olor que echan los restos de la bajamar cuando la pleamar embiste con toda su fuerza. 

No puedo creer las cosas que se vienen a mi mente... 

¡Mírate al espejo otra vez, viejo loco! Igual la bruma ya se ha disipado y te encuentras. 

Yo, a lo mío, a dar rienda suelta a mi imaginación, a esconderme en la oscuridad y el silencio, a dejar que esa voz interior que me asusta me grite si se le antoja... Eso, al fin y al cabo, es lo que se me da bien. Mientras tanto, los pies siguen a las manos. Me empujan, me instan a avanzar sin descanso, a no detenerme nunca, a llevarme lejos, siempre más lejos. Empujan, insisten, avanzan. No quieren parar. No pueden. Quieren llevarme lejos, más lejos todavía, y algo en mí no puede resistirse. Ni quiere. 

Me alegro de que ellas piensen y sientan por mí. De que sean ellas las que sueñan. Sus dedos se estremecen y ese temblor estremece todo mi ser, porque ellas sueñan con acariciar esa mar que se alza por momentos; que me golpea con su áspero oleaje, con sus gritos, truenos y relámpagos. 

Confiaré en ellas, aunque sean unas condenadas testarudas. Aún son diestras y sabias, mil veces más que yo, que me equivoco tanto y cada vez más. Las miro; su piel está curtida por el sol y el viento y, solo con mirarlas, me saben a sal. 

Siento que buscan su lugar, mis manos parecen querer agarrar el timón, tirar las redes al agua. Una de ellas, ahora insiste en taparme el sol del rostro para ayudarme a divisar la costa. Pero la costa no se deja ver, la tapan nubes negras. Y, sobre todo, anochece. 

Habré de aquietarlas. Mejor esperaré a que sea noche cerrada. Con estas condiciones es complicado hacer nada. Y en la oscuridad la luz del faro y de las casas se recibe antes, es algo que todos sabemos por aquí. 

¡O eso creo, maldita sea! ¡Hostia puta, casi me tumba ese golpe de viento! Me tambaleo, pero recupero el equilibrio y vuelvo a asegurarme de que el agua no ha traspasado el abrigo. Su grueso tejido protege de la lluvia y conserva la calidez en su interior. Parece que ahora llueve algo menos.

Empiezo a recordar, pero todo se arremolina en la sesera. Si no me equivoco, si no lo he soñado... Cuando mis manos eran fuertes y vigorosas, dirigían mi barca y desde la mar mis ojos divisaban la costa: la Peña Gaviera y la Gavierona, Cabo Vidio, Cabo Busto y la Punta de Castro, Punta de la Narvata, Punta el Aguión, Punta la Vaca y Punta de Tazones.

Me los sabía de corrida y sigo sabiéndomelos, eso es muy buena señal, desde luego. Algo me dice que ando cerca de acertar. Todo esto es más que una intuición, mejor una suposición y parece correcta. Y, por supuesto, no es una invención, aunque no importa. Ahora eso ya no importa... 

¡Qué cojones va a importar ya nada...! Mar adentro, los ojos miran hasta donde alcanza la vista, y yo ahora no puedo dejar de mirar allí, donde la curvatura de la tierra limita la distancia y corta las alas al infinito. La noche va tragándose la luz que se refracta y ante mis ojos se desvanece la incendiaria puesta de sol sobre un lienzo pintado por el viento. Ahora mismo una gran bola roja está echándole un pulso a vida o muerte al horizonte, que empieza a engullirlo con sus fauces tenebrosas. 

Mi boca se asombra y no puedo cerrarla hasta que, por fin, ella misma consiente, pero sigo atravesado por ese fuego.

Anochece por completo. Debo llevar mucho tiempo aquí y no tengo dónde resguardarme de este temporal. Mi abrigo hace su función, aunque preferiría mil veces meterme en la cabina. Mala suerte, esta vez no podrá ser. No hay barco ni cabina, no hay resguardo. Ni falta que le hace a mi cabeza tonta y absurda, que ahora inventa sin control. El olor de la mar, sin embargo, me dice que yo no estoy loco. ¿Qué creer? ¿Y qué más da lo que yo crea?

¡Diablo, la cosa no pinta nada bien! No es solo la noche con su escalofrío; siento en los huesos que la tormenta será un auténtico armagedon, y si los ojos no me engañan, la fuerte marejada empieza a tragarse los picachos y azota inmisericorde aquel islote. ¡Por Dios bendito! Veo lo que parece querer ser una tromba marina descomunal, Dios quiera que no se avecine también una galerna, porque de eso no se sale.

Mejor me abrocho el abrigo hasta el último botón y alzo el cuello, pero es inútil, este viento corta como el vidrio. Por lo menos, el interior del bolsillo sigue seco y cálido, eso me tranquiliza. Pero la visibilidad es nula. El horizonte es la visión misma de un apocalipsis. Relámpagos, lluvia, truenos retumbando, el cielo entero se enciende cada poco. 

No pasa nada, no pasa nada, todo está bien, digo en voz alta, una y otra vez, para llamar a la calma. Aunque ya lo sabía, es imposible amansar el furor del cielo. 

Las nubes son cada vez más pesadas, como si el cielo estuviera a punto de derrumbarse. La tormenta, implacable, descarga su furia por igual sobre los vivos y los muertos. El suelo bajo mis pies tiembla, su pulso profundo asciende por mis piernas, sacudiendo la poca certeza que me queda.

Cierro los ojos. No hace falta mirar. Sé que es la hora. Lo sé, no hay más que decir. Nada más que maldecir. Dejo que mis manos tomen el control sin oponer resistencia. Ellas me guían a tientas, siguen su destino, señalando el camino a duras penas, trazando la senda. Ellas siempre han sabido qué hacer. Mis pies las siguen, obedientes, sosteniéndome con la terquedad de quien no quiere doblegarse por el viento, de quien no quiere caer. Es la hora. 

Avanzo lento. Juntos: mis manos, mis pies, mi alma y todo lo demás que queda de mí: fragmentos de algo que una vez fue completo. O eso creo. ¡Ya no importa...!

La lluvia y el viento me azotan, cortan mi piel con la furia de un látigo inclemente. Siento su fuerza sobrehumana y me asusta, a mí, que ya de nada me asusto. O eso pensaba... Lo importante es que sigo en pie, mantengo el equilibro gracias al ímprobo esfuerzo de mis manos y mis pies. Como poseídos por una fuerza sobrenatural, luchan como titanes por lo que queda de mí. 

Cierro los ojos. Ya no importa el dolor. Estoy listo para volar. Mis brazos se alzan por última vez. Siento el vacío. Ya no hay tierra bajo mis pies, solo aire, solo agua.

Vuelo hasta zambullirme en un cielo líquido que me acoge y me abraza. Es un éxtasis mudo, una sensación tan intensa que ni la tempestad puede arrebatármela. Pero, de repente, una ola, furiosa y decidida, me agarra y me expulsa hacia la orilla. El agua me golpea, me arrastra, y todo lo que había sentido se disuelve en la espuma, que me cubre y me descubre al vaivén de las olas en la misma playa. Entonces, algo se mueve dentro de un bolsillo de mi abrigo. Es algo cálido, que se despereza, como un frágil oasis de vida en medio del fin del mundo. Mis manos, por instinto, se estiran hacia él y lo acercan a mi pecho. Su diminuto cuerpo se siente tan real, tan frágil en estas manos mías.

Mis dedos lo envuelven con el máximo cuidado. Temo que el mismo viento, las olas, algún golpe inesperado me lo arrebaten, como si fuera nada. Al abrir los ojos, cegado por la furia de la tormenta, apenas puedo distinguir su ínfimo cuerpo mojado y temblando en mis manos. Lo levanto para que pueda respirar y en cuanto lo veo,  exclamo con la boca llena de espuma de las olas: "¡Nilo!. Mi pequeño Nilo, mi compañero...".

Lo reconozco apenas lo siento en mis manos. Es él. "¡Nilo!" —exclamo para mí, y en ese instante todo regresa. Todo. Mi memoria, como un rayo de luz, me golpea y todo se desborda. "¡Mi pobre Nilo!". Ahora solo pienso en él y esa frase retumba en mi cabeza. Solo sé que debo salvarlo. 

Mi amado Nilo es tan chiquito que las olas, como monstruos, lo están devorando. No puedo permitir que lo engullan y me lanzo a su rescate antes de que desaparezca bajo la espuma. Mis manos se extienden con desesperación, buscando proteger la frágil vida que se escapa. El agua lo golpea una y otra vez, lo arrastra, pero justo cuando siento que ya es tarde, mis dedos lo encuentran, lo agarran con fuerza y lo levanto con un tirón salvaje. "¡Nilo!", susurro sin aliento, con mi voz rota por el miedo y el alivio, mientras lo saco a apenas unos centímetros de las olas y lo mantengo seguro entre mis dedos temblorosos.

Pero yo sigo tumbado. Siento cómo las olas golpean mis brazos con furia, visten y desvisten mi cuerpo exhausto. Respiro a duras penas, pero existo. Este es mi lugar ahora. No el suyo. "Mi pequeño Nilo, mi compañero fiel. Corre, Nilo, corre, corre, ratoncito… alguien cuidará de ti. Lo siento, lo siento...”, le susurro, casi sin fuerzas, mientras mis manos lo liberan y él sale disparado hacia la arena, donde las rocas lo esperan con promesas de refugio. Sé que sobrevivirá. Simplemente lo sé. Lo sé... Y eso es todo lo que importa. 

Las olas me golpean, como si intentaran arrancarme lo que queda de mí. Siento cómo el mar me consume, pero no me importa, porque Nilo está a salvo. Y en ese saber, en esa certeza, encuentro la paz que buscaba. Quizás no lo vea nunca más, pero algo dentro de mí sabe que mi vida siempre estará unida a la suya, más allá de este instante.

Mi cuerpo permanece extendido. Mis pies ahora ya no se mueven solos. Mis manos tampoco. Sencillamente, se agitan como marionetas manejadas por las aguas enloquecidas. Mi pecho se llena de espuma, la mar se traga mis ojos, me ahoga mi boca. El ritmo de las olas se mezcla con el golpeteo de mi corazón, que decide detenerse también. Sus latidos se convierten en el tañido de unas tristes campanas que se pierde en la lejanía. 

Por fin, todo vuelve a estar bien. La mar me abraza, me acoge, y yo le perdono su furia. Mi respiración ya la mueven las olas de la cala que golpean las rocas. Y mientras la calma más absoluta me envuelve, siento que mi corazón ya no late por mí. Es el mar quien lo mueve ahora y eso está bien. Eso es bueno. 

Exánimes, mis manos y mis pies ya son míos del todo, de la misma manera que yo soy de ellos y somos uno solo; mi cuerpo entero recupera su ser. Mecido en mi cuna de olas, siento que una espuma blanca me abriga sin pesarme y me entrego a la mar. 

Ahora lo recuerdo todo, vuelvo a saber quién soy. Esta vez sí, esta vez la escucho, es aquella nana antigua. Su canción me acaricia y la mar me arropa. Tumbado a las orillas de la mar, la tormenta mece mi alma al vaivén de las olas. 

Todo vuelve a estar bien. Mañana amanecerá. Mañana saldrá el sol, y será un día sereno. Yo sigo aquí, sin fin. Tal vez siempre estuve. Tal vez...  


© Obra registrada






Volver al inicio