El retorno

 El retorno


[Relato - Texto completo.]

An G San


La pesadilla le resultaba desconcertante. Siempre la misma, pero nunca igual: fragmentos de la vida en la Tierra que no lograba conectar.

A veces, era el viento agitando los árboles en un parque vacío, como esperando inquietos a alguien que nunca llegaría. Otras, el zumbido errático de una radio mal sintonizada que se perdía en la lejanía. O el jadeo subterráneo de una boca de metro a hora punta, un río de gente subiendo y bajando las escaleras a toda prisa, sin mirarse, sin detenerse. Escenas triviales que, en el sueño, lo llenaban de una felicidad absurda. Y precisamente por eso, le aterraban. Intentó ignorar aquel mal sueño.

Se repetía que no tenía sentido obsesionarse con boberías. Pero la pesadilla volvía, monótona y persistente, con la misma obstinación de una herida que no cierra.

Temía que no fuera solo un sueño. Que se tratase de una señal o, aún peor, de un mal augurio.

Noche tras noche, algo dentro de él comenzaba a resquebrajarse, cedía, imperceptible, como un hielo que se agrieta bajo la superficie.

Y entonces, la pesadilla abrió los ojos y se hizo también diurna.

La nostalgia era solo una de sus formas. La primera vez lo atrapó en una contemplación casi existencial, cuando iba a salir para una partida de cartas en el Club Social del cohete-hotel Retorno, el refugio donde esperaba que la Tierra, asfixiada por la fiebre climática, volviera a ser habitable.

Había tenido suerte al conseguir una plaza en el Retorno junto a su familia. Sobrevivir allí era otra historia.

Les aseguraron que sería temporal, que solo debían ser pacientes y les aconsejaron hacer la espera más llevadera con recuerdos. Muchos lo hacían y encontraban alivio; otros, como él, prefirieron no entregarse al espejismo.

Fue entonces cuando vio, de refilón, el famoso puntito del que todos hablaban: la Tierra. Algo dentro de él se tensó, deteniéndolo en seco. En ese momento, inmóvil, se dijo que no tenía nada de especial. Pero, al mirarlo un instante más de lo necesario, entendió que no podía ignorarlo.

Sabía que muchos supervivientes reaccionaban desmesuradamente al verlo. Algunos incluso llegaban a tapar la ventana por simple salud mental. No los culpaba. A veces, la realidad era demasiado cruda para mirarla de frente. Y en ese caso, toda evasión, todo apoyo, parecían estar justificados. Las vistas eran tan hermosas como insoportables.

Inevitablemente, ver el paisaje galáctico, de un azul frío y desnudo, era como asomarse al abismo de su ausencia y lo sintió como una temeridad que amenazaba su cordura.
En ese azul distante y vacío, en ese cosmos donde nada parecía pertenecerle, Joseph sintió una brecha insalvable entre lo que era ahora y lo que había sido. Cada estrella, cada destello, ese punto minúsculo allá lejos... eran un doloroso recordatorio de su insignificancia.

Al mirar la Tierra desde allí, flotando en la vastedad como una mota de polvo suspendida en la nada, no era la belleza lo que lo atrajo, sino el hecho de que se encontraba completamente alejado de todo lo que alguna vez fue suyo. De todo lo que alguna vez lo definió. Y esa distancia, esa ausencia, lo arrastraba, amenazando con devorar lo poco que quedaba de él.
Pero no podía detenerse a pensar en ello, no podía. Se aferraba a la idea de que las cosas mejorarían, que los esfuerzos para salvar la Tierra, aunque insuficientes, terminarían por hacer efecto.

Pero había algo en esa esperanza que le apesadumbraba profundamente, algo en el aire, en el vértigo que sentía, que no terminaba de sacudirse. Y las absurdas pesadillas de los últimos días no ayudaban, precisamente. 

Por unos segundos, sintió el vacío abriéndose bajo sus pies. Sin embargo, se repuso con rapidez, y siguió con sus rutinas, como si nada hubiera ocurrido.

Se dispuso a salir, pero su interior lo traicionó de nuevo, arrastrándolo al pasado. Esta vez, un recuerdo que al principio parecía trivial se fue transformando de forma inesperada. 

Primero, vio un valle fragante y, ya dentro de él, una abeja revoloteando sobre un hermoso rosal. Pero, de repente, ese rosal se trocó en el suyo, la planta moribunda que había intentado, en vano, mantener con vida durante años. La fragilidad de aquella criatura diminuta e indefensa le recordaba la suya propia, una vida llena de esfuerzos, pero que, al final, quizás nunca fueron suficiente.

La escena era ordinaria. Pero aquel rosal, esa vida diminuta e indefensa, dependía de él para sobrevivir. Y él había fallado. Nunca se lo dijo a nadie, pero amaba a aquella planta más que a nada en el mundo. Más que a la propia Tierra. Más que a cualquier otra cosa que hubiera dejado atrás.

Pensar en ello le dolía tanto que apartó aquellas ideas de su mente. Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió que su corazón se encogía, tembloroso, buscando un lugar donde esconderse.

Se obligó a abandonar aquellas ideas. No tenía sentido andarse con remordimientos. No le hacían bien, se repitió, y se recompuso. Salió a jugar su partida de cartas, deslizándose en la rutina con la facilidad de quien ha aprendido a no mirar atrás.
En la partida, su contrincante habitual le recordó, por primera vez, a su tío. Aquel que murió en una ola de calor. Algo en su expresión, en la forma en que sostenía las cartas, lo hizo pensar en él.

Recordó que su tío era un hombre de pocas palabras, de esos que no demostraban afecto con facilidad. Pero había gestos. O al menos, a veces, él quería creer que los había. Como aquella vez en que, sin decir nada, su tío se quedó un momento más en la mesa cuando todos se habían levantado. No hablaron. Ni siquiera se miraron. Solo estuvieron allí.

Quizás aquello significó algo. Le gustaba pensar que, de algún modo, le estaba diciendo que lo quería.

Y sin saber por qué, no solo se dejó ganar: también celebró la victoria ajena emocionado.

A la hora de la cena, la pesadilla mutó de nuevo. Silenciosa, sigilosa. Se deslizó entre el leve tintineo del cubierto al chocar contra los platos, llenos de un guiso de patatas con carne criada en la granja de insectos del módulo anexo al hotel espacial. Y atacó.

Joseph masticaba despacio un trozo de pan, ajeno a la conversación. Entre bocado y bocado, sus hijos hablaban de algo trivial, su mujer respondía con frases cortas. Estaban ahí, pero él apenas los escuchaba.

Entonces ella dijo algo que, sin querer, lo alcanzó.

—Son las últimas olivas caseras —comentó, removiendo la ensalada—. Se acabaron.

Joseph levantó la vista.

La última vez que echaron estiércol a los olivos, ella tenía tierra en las mejillas y el sol le encendía el pelo. Nunca le dijo lo hermosa que le parecía en ese momento. Y ahora, si lo hiciera, sonaría extraño. Fuera de lugar, concluyó. Y siguió masticando en silencio.

Al final, solo era un recuerdo sin importancia, apenas un pestañeo de la vida, que es tan corta además, volvió a pensar. Pero ahora, al recordarlo de nuevo, sintió el roce áspero de aquello que nunca fue dicho o, aún peor, de eso que por no ser dicho nunca existió del todo.

Y estaba tan hermosa su mujer, aun sin saberlo ella, siguió rumiando. O precisamente por eso, porque no era consciente de su atractivo, le pareció a Joseph que la de su mujer era de una belleza singular, callada, con el silencio de las canciones que están a punto de nacer.

A sus ojos, irradiaba la luz fría de las estrellas. Pensó en ello mientras volvía a mirarla, a disfrutar de su imagen en silencio, como quien contempla un reflejo en el agua sin atreverse a tocarlo.

Tal vez por eso apenas reparó en el rojo demasiado intenso de su labial, en la sombra de ojos aplicada con una torpeza precipitada.

Masticó despacio una de aquellas olivas, sin levantar la vista del plato, mientras la nostalgia lo invadía con una extraña sensación, una incomodidad sutil que no terminaba de comprender.

Y entonces, la pesadilla volvió a torturarlo, recordándole que también añoraba las chinitas que se colaban en su zapato al caminar por los pedregales del camino al huerto. Las señales no cesaban. Joseph se sintió acorralado, sin escapatoria.

Esa noche fue un auténtico campo de batalla. La pesadilla lo atacó una y otra vez, dejándolo exhausto, como si hubiera pasado horas forcejeando con algo invisible y frío que le recordaba el vacío inmenso, helado e insondable del cosmos que se extendía tras la ventana.

Desesperado, pensó en devolver el golpe con las mismas armas. Si la nostalgia quería devorarlo se dejaría tragar. Tal vez así podría ver qué quedaba en sus tripas, qué parte de él seguía intacta o si ya solo era un amasijo de recuerdos gastados, macerados en un hambre insaciable y ciega que acababa devorándolo todo desde dentro.

A veces, sin saber por qué, se sentía algo así como un caníbal hambriento de sí mismo. Pero aquel era un pensamiento inconfesable, que solo lograba olvidar cuando recordaba el amor de Abrazotes, su viejo gato de la infancia, el único que conseguía ahuyentar sus habituales pesadillas cuando dormía sobre su pecho. Últimamente, también le había dado por pensar que no lo quiso lo suficiente, que aquel gato viejo y bonachón murió demasiado pronto.

Se sintió atrapado bajo una lluvia de meteoritos de nostalgia que lo golpeaba tanto en las noches de pesadilla como durante las horas de vigilia. A todas horas del día, pensaba y sobrepensaba. Pero cuanto más intentaba distanciarse de esos pensamientos, más se sumergía en aquel universo terrícola que amenazaba con volverlo loco.

Y decidió que había llegado el momento de hacer un viaje virtual de ensueño a la Tierra.

Joseph propuso la idea a su mujer y a sus dos hijos, que se entusiasmaron ante la perspectiva de unas vacaciones distintas, un regreso simulado a lo que habían dejado atrás.

El programa se vendía en Armonía Shop, la tienda del cohete-hotel, como 'un bálsamo para el alma'. Acudió esa misma tarde, sin pensarlo demasiado, compró cuatro pasajes para el viaje Retorno Feliz, en su modalidad Nostalgia del Mediterráneo, entonces solo disponible en versión beta.

Una vez en la habitación, se dejó caer en el sillón y esperó a que su familia volviera de tomar rayos UVA en la Sala de la Vida.
Las gafas virtuales descansaban sobre la mesa. Las tomó, las giró entre sus manos, jugueteó con ellas sin decidirse del todo. Pero al final, no pudo resistirse.

Se las ajustó, introdujo su clave y, en un instante, todo desapareció.

Ya había cruzado al otro lado.

"Bienvenido a este viaje cósmico con destino a la Tierra que dejaste, pero que aún brilla en tu memoria como un tesoro perdido. Aquella que aguarda tu regreso, cuando nuestros esfuerzos por revertir el cambio climático den sus frutos", anunció una voz femenina, envolvente como un arrullo.

Una espiral de estrellas lo envolvió y lo arrastró al Mediterráneo. Por un instante, sintió que caía de verdad. Se dejó llevar. Un comienzo de fantasía, pensó conmovido. La experiencia inmersiva continuó con Un inolvidable baño en el Mediterráneo, según las preferencias introducidas.

El impacto fue inmediato. Todo era "tan jodidamente real...". Se lo repetía una y otra vez, sin poder contener las lágrimas que le empapaban el rostro.

No faltaba detalle. Un sol radiante. La arena dorada. El suave rumor de las olas. El cielo azul, limpio, intacto. Aquel velero sin rumbo, con las velas henchidas. Gaviotas lanzándose en picado sobre un banco de peces que borboteaba vida en la superficie...
Los recuerdos lo golpearon de lleno. Incontables baños en la Costa del Azahar. Risas familiares que flotaban en el aire, cuerpos al sol, sabor a sal en la piel... Ahora volvía a entrar en el mar hasta la cintura, con los pies descalzos, sintiendo la brisa acariciar las dóciles hojas de las palmeras.

"¡Tan, pero tan jodidamente real!", dijo una vez más entre dientes, mientras entrecerraba los ojos con cuidado para protegerse del sol que lo deslumbraba, casi con miedo a romper el hechizo.

Avanzó, pisando una arena suave, hasta que el agua lo cubrió hasta el cuello. Luego, siguió avanzando, sin retroceder, dejándose abrazar por la calidez del agua. De repente, notó que no tocaba fondo, pero no retrocedió. Siguió adentrándose en el mar, dejándose llevar por una leve sensación de ingravidez. La emoción lo embargaba.

Se lamentó de lo fácil que le había sido ocultar todas esas sensaciones. Y, sin embargo, ahí estaban, intactas, grabadas en lo más profundo de su memoria.

Tan a gusto estaba que se dejó mecer por las aguas y se adormeció, entregado al vaivén de las olas. Se hundió ligeramente y sintió el cosquilleo de las corrientes en su piel.

Cerró los ojos. Pero un estridente graznido lo sacó del trance.

Abrió los ojos. El sol se había vuelto más intenso. El agua relucía como un espejo. Siguió nadando mar adentro, sintiendo que podía perderse ahí para siempre. Que tal vez quería hacerlo. Hasta que, de pronto, el aire y el agua le quemaban.
Las olas lo cubrieron con una brutalidad imposible. 

Interferencias. Parpadeó nervioso. Pero no era su imaginación. Todo se distorsionaba ante sus ojos.
El paisaje tembló y, de forma efímera, regresó al estado inicial. La fase beta del programa mostraba sus grietas. La realidad proporcionada por los satélites en tiempo real quedó al descubierto cuando los filtros correctores, diseñados con imágenes antiguas, fallaron. 

El software hiperrealista dejaba entrever sus trucos. Y Joseph sintió que caía al fondo de un abismo. No podía creerlo. Pero era cierto. Todo aquello ya no existía. La vida en la Tierra no se parecía en nada a lo que acababa de experimentar. Solo era un montaje. Una mentira. Un velo que ocultaba la devastación del cambio climático, cuyo avance imparable había llevado al planeta a un punto de no retorno.

La simple idea de que todo aquello fuera real le resultaba insoportable. Prefirió darle el beneficio de la duda a los programadores. Simplemente, serían errores informáticos, quiso pensar. Un fallo en la simulación. Nada más. Siguió con sus vacaciones por el Mediterráneo, que sentía tan suyo, tan cercano.

Luego se animó y cambió de escenario. Puso rumbo a su casita en el campo. Pero cuando la vio en medio de un desierto, enmudeció.

Lo atribuyó de nuevo a un error del programa. Solo una falla puntual, insistió. Pero las imágenes parpadeaban, se superponían entre interferencias. Ahora un vergel, ahora un desierto...

Y entonces lo entendió. El programa no fallaba. Maquillaba la realidad.

Intentó calmarse. Tuvo ganas de arrancarse aquellas gafas virtuales y huir de ahí. Pero no lo hizo. No podía. Necesitaba comprobarlo. Necesitaba la prueba definitiva.

Le intimidaba hacer zoom y buscar su rosal moribundo, pero tenía que saberlo. Necesitaba saber la verdad. Y empezaba a pensar que el tan cacareado regreso, la promesa de revertir la situación en la Tierra, era una patraña.

Un imperdonable engaño. Un negocio indecente que jugaba con la esperanza de los supervivientes en el exilio.

Pero no quería sacar conclusiones antes de tiempo. Se armó de valor, hizo zoom... y sus peores temores se cumplieron.

El rosal le pareció un pequeño dios crucificado. Su criatura había muerto de hambre y de sed, esperándolo. Necesitaba su amor, su chute de vida, algo que la sostuviera frente a las sequías, las olas de calor y de frío, las plagas que se ensañaban con todo el Mediterráneo...

Y entonces lo supo. Lo vio claro. Lo comprendió todo. Tuvo la certeza de que también él estaba en ese rosal, en la abeja, en la luz que las envolvía, en la oscuridad de la noche. Que su raíz estaba en la misma tierra que ahora yacía inerte. Seguía allí. Nada de aquella fuerza de vida existía ya. Ni en la Tierra. Ni en él.

No quiso ni imaginar cómo estaría su familia y amigos que quedaron allí. Quizás agonizantes. Quizás muertos ya. O atrapados en algún búnker construido bajo tierra, contando los días que podían sobrevivir así. Poco, sin duda. Si el panorama era tan terrible como parecía, no había esperanza.

Se quedó pensativo y, de repente, aquel mal sueño lo iluminó. No era un recuerdo, era un último naufragio.

Como el mar, que arrastra los cadáveres hasta la orilla para ser debidamente llorados y enterrados, la pesadilla le había estado devolviendo fragmentos de su propia vida. Pero no eran vestigios de lo que había sido. Eran ruinas. Trozos de algo que ya no podía volver a ser.

Nuevas interferencias lo devolvieron en sí. El antes y el después se confundían, se superponían, dejando al desnudo las entrañas del programa, que en ese momento bien podría haber empezado a oler a cable chamuscado y a echar un humo negro, como una vieja máquina escacharrada y averiada, al borde del colapso.
Joseph vio primero a su amado rosal vivo, con contadas hojitas, un capullito, una rosa de pétalos anémicos. Y luego, completamente seco, muerto de sed y quemado por el sol.

No pudo soportarlo más. Extendió las manos para acariciarlo, pero sus dedos solo tocaron vacío. Sintió que algo dentro de él crujió y se desintegró.

Estalló en un llanto inconsolable, de rabia y frustración, y arrojó las gafas contra el suelo.

Aunque seguía solo en la habitación, se sintió avergonzado de sí mismo. Los hombres no lloran, pensó.

Pero no era verdad. Lo supo ahora. No quedaban hombres. Ni mujeres. Ni árboles. Ni mares. Solo ecos de lo que una vez fue vida. Y entonces, una certeza brutal lo golpeó: nadie lo había visto llorar.

Mientras se secaba las lágrimas, le pareció que un pájaro azul salió de su pecho, despavorido, atravesó el cristal de la ventana y se perdió en la lejanía, como un cohete con destino a aquel tembloroso planeta azul.

Sintió, en lo más profundo, que todo se había acabado.
Cada vez más hundido en el sofá, lo asaltó un hambre feroz de pasado. Una necesidad de volver a él, de rescatar el fuego perdido de su delirio, de la tristeza de un amor naufragado en el que se sentía ahogar.

La simple nostalgia ahora le parecía obscena. No le bastaba con evocar el pasado, quería arrancarlo del tiempo. Devorarlo. Hacerlo suyo.
Mientras pensaba todo aquello, lo invadía un sentimiento de usura que no conocía.
Se aferró a la idea de que así, aquel pájaro indómito nunca moriría del todo. Que, quizás, algún día, regresaría a su pecho. Más feliz de lo que había partido. Más saciado. Como si, en su vuelo errante, hubiera encontrado lo que él jamás pudo darle.
Y se determinó a conjurar el pasado y el porvenir con recuerdos reales o, si fuese necesario, también los inventaría hasta convertirlos en realidades.
Era la única maldita cosa que se le ocurría para no enloquecer.
De repente, dejó de considerarse un superviviente. Probablemente, nunca lo había sido.
Se vio reflejado en su amado rosal, tan vulnerable que, incluso muerto, seguía pareciéndole que sufría.
Se sabía un luchador con la batalla perdida de antemano.
En aquellas terribles circunstancias, tener familia no sería un consuelo. Se vio atrapado en el pavor de ver su propio miedo reflejado en los ojos del otro, multiplicado, deformado, hasta volverse insoportable.
Su mujer. Sus hijos. Sus padres fallecidos. Sus amigos. Todos eran parte de lo que se desvanecía. O de lo que, probablemente, ya había desaparecido, incluido él mismo.
Cerró los ojos con fuerza y, aun sin gafas virtuales, le pareció estar presenciando la ejecución de un inocente que, al pasar a su lado entre un gentío también imaginario, se fijó en él.
No pudo sostenerle la mirada.
Exhausto, dejó caer la cabeza contra el respaldo, su tabla de salvación en aquel naufragio, el único refugio contra la nada.
Algo en su interior cedió, como una corriente que deja de fluir.
El abatimiento lo sumió en un sueño profundo, hundiéndolo hasta distancias abisales.
Cuando despertó, su familia estaba allí.
No supo si pedía ayuda o si, en su desesperación, los arrastraba con él.
Pero de inmediato les rogó, una y otra vez, que iniciaran el viaje cuanto antes.
Su familia así lo hizo ante su insistencia.
Y pronto, en aquella habitación, tras emociones placenteras indescriptibles, se oyeron más lamentos que en el velatorio de un niño.
Como le ocurrió a Joseph, todos quedaron al borde de la peor locura, esa que no tiene vuelta atrás.
Solo entonces, cuando sus ojos se encontraron, cuando sus miradas se encendieron de puro horror, algo pareció cambiar.
Se fundieron en un abrazo largo, animal.
Un nudo de cuerpos aferrados al único refugio posible.
Y en medio de ellos, algo tembló.
Un aleteo apenas perceptible, un roce tibio en la piel.
Un destello azul los envolvió, borrando los límites entre lo que fue y lo que aún resplandecía en sus almas, en cada célula de su ser.
Por un instante, fueron chispas de un mismo incendio, lanzadas al aire en un estallido, ardiendo juntas en una llamarada diabólica. El peso del miedo se disolvió en la luz.
Joseph sintió una felicidad inmensa, absoluta, al entender, o querer creer, que el pájaro, al fin, había regresado, siguiendo su propio instinto.
Ese que nunca engaña.
Entendió que había elegido el mejor lugar para estar, y confió en que ellos lo aceptarían como a un integrante más de la familia.
Y el ave confió también en que lo protegerían, como a un último rescoldo al que no se puede dejar apagar; como a un hermano pequeño al que se protege del peligro sin pensarlo, sin miedo, más que a la propia vida.
Y quiso creer también que lo recibirían como a un sueño que no se desvanece al despertar.
Porque ya no existían los caminos de antes. Ni nunca volverían a existir.
Ni la orilla dorada del Mediterráneo. Ni el murmullo de las gentes en la playa.
Ni la abeja danzando en torno a aquellos pétalos resecos que imploraban lluvia.
Ni aquel sol que alguna vez doró sus cabellos y encendió sus cielos y horizontes.
Solo quedaba el calor de un abrazo, y el pájaro se aferró a él, embargado de felicidad por rozar, aunque tan solo fuese por un instante, la certeza de lo verdadero.
Y a Joseph lo envolvió una calidez que jamás había sentido, ni siquiera en sueños. La pesadilla se convirtió en su amiga del alma, un oráculo que ahora entendía y veneraba como una verdad de la existencia.

Y entendió entonces que la promesa del amor también se esconde en lo más insignificante y anuncia su estallido con naderías. O con silencios que unen como un hilo rojo del destino, que, llegado el día, acaba uniendo en un abrazo.
Joseph estaba sobrepasado por las emociones, mientras permanecía abrazado a los demás y a sí mismo.
Lloraba en silencio al sentir el calor de su familia y el corazón del pájaro latir contra su pecho, que le parecían querer proteger una pequeña llama encendida en medio de tanta oscuridad.
Joseph lloraba desconsolado de pura emoción. Las cabezas unidas de toda la familia se apretaban como si fueran un equipo de rugbi en el descanso y, a su vez, parecían un bloque de hormigón, incluso un volcán que vomitaba lamentos, pero sin lágrimas.
Solo Joseph era un surtidor de lágrimas, que no dejaban de caerle, hasta llegar a su boca. Y justo entonces, le supieron a sal, al mar, y se sintió fundir en aquel océano de dicha. 

Con una viveza que jamás había experimentado, imaginó que aquel rosal volvía a la vida y bebía de su sangre, y del capullito encarnado salía un hilo de seda rojo que los envolvía a todos en un sentimiento de amor profundo y eterno.
Aquel abrazo lo hubiera definido como algo parecido a un tsunami que arrastraba sin conmiseración la soledad que anidaba en su pecho.
Sintió que sus deseos habían sido colmados de un modo tan absoluto y transformador que le hizo dudar por un instante de tener los pies sobre el suelo; de no estar soñando para conjurar aquella pesadilla. Pero descartó la idea, porque pensó que había sido benéfica para él y, en ese caso, aquello no tendría sentido. La vida no tendría sentido.
Solo sabía que aquella gran ola de calor que aún le invadía se había llevado aquella soledad que lo atormentaba y lo había inundado de una paz y serenidad que no conocía.
Le emocionó sentir ese calor que tanta falta le había hecho siempre, era de esa clase de calor que calienta las manos aun cuando no hay fuego, que no deja tampoco que se enfríen...
Aquello que alimenta aun cuando no hay pan, que arde para calentar y que se convierte en agua cuando el fuego amenaza con arrasarlo todo a su paso. Aquello que, en su fragor, acaricia el alma con el alma.
Como el abrazo que une, redime y calma, pensó Joseph. Como este abrazo...
Y así permanecieron todos. Agarrados los unos a los otros con una fuerza inusitada, fundidos en un solo cuerpo pétreo, entre sollozos rotos por un silencio que Joseph percibió teñido de azul, amable y acogedor como la madre Tierra.
Abrazados y suspendidos en ese cielo ya sin alas ni regreso. No como sombras del pasado. No como ruinas de lo que fue, sino como cuerpos que buscan calor en mitad de un frío que quema.
Sí como quienes han comprendido que el único hogar es aquel que mantiene su promesa de vida. Sí, y mil veces sí, como aquellos que han elegido arder en una hoguera que aún guarda la promesa del amor verdadero.
Era tanta su emoción, que Joseph quiso pedir perdón al rosal por no haber podido llevarlo con él. E imaginando estar allí, frente a su anémica estampa, extendió la mano, buscando acariciarlo, pero una espina lo detuvo. Le atravesó el dedo con un pinchazo que le dolió.
Miró aquella gota de sangre que emergía lentamente, resbalando hasta la punta de su dedo. La chupó y su gusto a vida exánime pero inmortal se juntó con el sabor de sus lágrimas. Aquella gota, tan roja, tan caliente, tan débil y viva, le habló en silencio. Era un silencio que gritaba el amor.

La espina le había mostrado que aún había algo en él capaz de sentir, capaz de entregar y recibir. Aquel pinchazo era la confirmación de que el rosal seguía vivo en él. De que todavía, en su interior, existía un lugar donde el amor podía germinar y, quizás; algún día, quizás, también florecer.


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