Los dos hermanos
Aliadas
[Relato - Texto completo.]
V. S. Tati
— Hijos míos, muy pronto os quedaréis solos en este mundo puesto que mis últimos días se acercan y yo marcharé junto a vuestra madre que me espera allá donde esperan los que ya han muerto.
— No diga usted eso, padre — le dijo el primogénito — . Mi hermano y yo somos todavía muy jóvenes para valernos por nosotros mismos. Lo necesitamos, padre. Saque fuerzas de su interior y siga viviendo.
— La vida y la muerte no dependen de nosotros, hijo — señaló el padre con la voz muy entristecida, porque sabía que sus hijos eran, efectivamente, muy jóvenes para quedarse solos.
— Padre, padre... — musitaba el hijo pequeño, sin dejar de estrecharle una mano como si con ello pudiera evitar que se marchara para siempre.
— Lo que más lamento, hijos míos , es que no os puedo dejar bien alguno que os sirva para cruzar el océano de la vida. Este chamizo que habitamos cruje cuando el viento lo empuja y mucho me temo que en cualquier momento se desplome, dejándoos sin un hogar, por miserable que este sea.
— Con su ayuda, padre, sujetaremos el ramaje del techo y afianzaremos las paredes. No se muera, padre. Porque si usted se muere..., ¿qué será de nosotros? — se lamentaba el hijo mayor.
— La vida y la muerte no dependen de nosotros, hijo — volvió a decir el moribundo, aunque esta vez con la voz más débil porque las fuerzas le iban abandonando.
— Padre, padre... — seguía musitando a su lado. sin dejar de cogerle la mano, el hijo más pequeño.
— Escuchad — volvió a hablar el padre en lo que se advertía que eran sus últimas palabras— : antes de morir vuestra madre me entregó este paquete -Y se lo mostró a sus hijos extrayéndolo de debajo de la almohada- con la indicación de dároslo cuando ya fueseis mayores. Por desgracia no puedo esperar hasta entonces y os lo tengo que entregar a pesar de vuestra corta edad.
Puso aquel pequeño envoltorio en las manos de sus hijos y minutos después expiró tras brotarle una pequeña lágrima que se le quedó brillando entre las arrugas de su inerte rostro.
Terminadas las humildes exequias que le pudieron ofrecer a su padre, el hijo mayor le dijo a su hermano:
— Veamos qué esconde el pequeño legado de nuestra madre.
Cogió el fardillo y le quitó el cordel que lo mantenía cerrado.
— ¡¿Qué es esto?! — exclamó al contemplar que en su interior solo había dos pedacitos de tela con sendas letras bordadas en ellas. En uno figuraba la letra "A" y en el otro la letra "Z". — Me cuesta creer que todo esto sea una broma de nuestra madre para burlarse de nosotros desde su tumba — agregó, con el gesto ennegrecido de despecho.
— No, no — prorrumpió como impelido por un resorte el hermano pequeño — ¿No lo entiendes? Nuestra madre bordó la inicial de tu nombre en una de las telas: "A" es por Anselmo. Y en la otra tela puso una "Z" que es como empieza mi nombre, Zacarías.
— ¿Mi nombre? ¿Tu nombre? — protestó el hermano mayor
— . ¿Qué historias son esas? ¿De qué nos valen a ti y a mí unos trapos con nuestras iniciales? ¿Me dará de comer esa "A"? ¿Lo hará contigo esa "Z"?
— No se trata de eso — aclaró el interpelado — . Fue un acto de cariño. Hacia ti. Hacia mí. Cuando madre vio que la enfermedad iba a acabar con ella quiso dejarnos algo que saliera de sus manos. A ti una "A" bordada con amor. A mí una "Z" hecha con idéntico sentimiento.
Anselmo mantuvo el ceño fruncido todo el día. ¡Qué ocurrencia la de su madre! ¿Eso era todo lo que les había legado? «¡Bah, fuera de mi vista trapo inmundo!», y lo arrojó a un rincón de la casa. Cuando ya la noche se cernía sobre todo lo creado, con un trozo de papel que encontró en cualquier parte, doblándolo y aplastando sus aristas, hizo un barco como los que suelen hacer los niños de corta edad y lo atravesó con una ramita a modo de mástil, en el cual prendió de bandera el trapo que había desechado momentos antes.
— Navega por el mundo, precioso buque. Y vuelve en mi busca si regresas cargado de oro — le dijo en son de burla al pequeño juguete, mientras lo arrojaba a las aguas del río que pasaba junto a la casa.
En cambio, Zacarías estuvo mucho rato acariciando su trozo de tela y derramando sobre ella gran cantidad de lágrimas porque se imaginaba el cariño con el que su madre bordaría aquellas letras, sabiendo que la muerte iba a llevársela muy pronto lejos de sus hijos para toda la eternidad. Cuando hubo pasado el momento de llorar, Zacarías se guardó el paño con la letra bordada en el bolsillo de la camisa situado junto a su corazón.
Pasaron los años impulsados por sus pies veloces. Anselmo y Zacarías ganaron la edad adulta. El primero de ellos abandonó el hogar sin ni siquiera girar la cabeza para despedirse de su hermano. Se dedicó a realizar pequeños trabajos que surgían aquí y allá y en cuanto tenía una moneda en la mano corría a las tabernas para gastársela en vino. Si alguna vez tenía que atravesar el río se detenía mirando sus aguas correr y se acordaba del barquito de papel en cuyo tosco mástil ondeaba el trozo de tela con la inicial de su nombre escrita en ella. Entonces prorrumpía en sonoras carcajadas y a todos los que quisieran escucharle les decía:
— Algún día regresará mi barquito de papel cargado de oro y ese día seré el más rico de este pueblo, ¡ja, ja, ja! ¡El más rico, ja, ja, ja! ¡Miserable de mí! ¡El más rico, ja, ja, ja!
Zacarías, por el contrario, que había guardado el legado de su madre junto al corazón, se convirtió en un hombre de bien, apreciado por todos cuantos lo conocían. No perdía ocasión de ayudar a sus semejantes y en cuanto pudo formó su propia familia, uniendo su destino al de una joven mujer, con la que, al correr de los años, tuvo dos hijas.
El tiempo no se detuvo y cuando ya eran ancianos los dos hermanos una noticia sacudió a los habitantes de aquel pueblo: un barco con toda la apariencia de ser de papel había arribado al puerto. Sin tripulación alguna. En su mástil principal ondeaba un trapo envejecido por el salitre, la lluvia, el sol y el viento en el que figuraba una gigantesca letra. Era la letra "A".
Nadie dudó de que la embarcación era el pequeño juguetillo que Anselmo había lanzado al río tras la muerte de sus padres y que por alguna razón -razón que podría ser mágica- regresaba en unas dimensiones gigantescas . Así es que se le declaró dueño de aquella embarcación y de cuanto pudiera haber en su interior.
Y resultó que contenía lo que todos nosotros sospechamos: lingotes de oro, montañas de monedas valiosísimas y cofres repletos de joyas cuyo brillo obligaba a cerrar los ojos.
La riqueza le había llegado a Anselmo cuando ya la vejez, la soledad y las enfermedades no le permitían gozar de ella.
Murió a las pocas semanas de coronarse como el más rico del lugar porque la muerte ya hacía tiempo que le rondaba y esta no vio motivo alguno para aplazar lo que ya tenía determinado.
Zacarías, sin embargo, disfrutó del legado de su madre desde el instante mismo que lo colocó encima de su corazón. Y fue tan rico en afectos que se pasó la vida regalándolos a todos los que se cruzaron en su camino.

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